La Capilla

 

Repulsión, rabia, asco, miedo, odio… Son tantas sensaciones, e incluso sentimientos que aun yo misma no había descubierto. Sé que a muchos les parecerá gracioso y se mofarán de mi salvaje aversión a las cucarachas, pero no podía soportar lo inmundas que son desde, la más pequeña que apenas se puede distinguir moviendo sus espinadas patas por el suelo rápidamente, hasta esas lentas, grandes, y gordas que causan ese zumbido detestable con sus alas mientras intentan volar torpemente. 

 

Las cucarachas eran mi principal fobia, incluso fui hasta donde un psicoanalista, un viejo médico a la antigua. Las paredes de su consultorio estaban llenas de diplomas, pero su marcado acento vallecaucano a decir verdad era lo que me encantaba. Me seducía la forma en que pronunciaba las preguntas simples que me hacía en las consultas acerca de cosas como el porqué del color de mi ropa o la forma en que llevaba el cabello. Esas preguntas que articulaba con sus labios gruesos y arrugados, me estremecían a tal punto que creo que él lo podía notar. Ojalá algún día sus labios besen los míos, que mojados los ansían debajo de mi ombligo. Tenía un bigote de brocha color gris, gafas con aumento hipnotizador y una delgadez digna de un perro callejero. Tenía por costumbre en las citas devorar pandebonos sin sacarlos ni siquiera de la bolsa; las migas le quedaban pegadas al bigote. En nuestra primera cita me dijo en un tono muy serio, que tenía que enfrentar mi fobia. Aunque, había asistido casi durante tres meses a las sesiones,  la verdad no veía ningún progreso, las consultas se habían vuelto una excusa para ver al viejo.

 

 Todo cambió el día en que abrió el cajón de su escritorio metálico y metió la mano izquierda en este, mientras que con la mano derecha sostenía su siempre habitual bolsa con pandebonos, sacó algo que no pude ver, lo mantuvo oculto con su mano blancuzca, pecosa, peluda, de dedos alargados con uñas gruesas. Asentó la mano sobre el escritorio, para terror mío al levantarla era una cucaracha, quedé paralizada, pegada a la silla, temblaba, sentía que mi corazón quería salir huyendo del pecho. Se puso de pie, se dirigió hasta una de las esquinas del consultorio donde había un modelo anatómico de un cuerpo femenino. Deslizó la cucaracha por la cabeza del maniquí, después la llevo hasta los senos desplazando el bicho alrededor de los pezones en repetidas ocasiones. No sabía que pensar, ni que hacer, tan solo miraba lo que hacía con la asquerosa criatura. Me sorprendí, después de un rato cuando note que mis pezones se ponían duros. El viejo me miró, se quitó las gafas, descubriendo así su abismal mirada que parecía penetrar todo mi ser y dejarme sin piso. La piel se me puso de gallina al ver que el viejo médico llevaba la cucaracha rumbo a la vagina del modelo anatómico, allí inclusive además de frotar y frotar, simulaba introducir el insecto y sus dedos por la falsa cavidad.

 

 - Te produce placer. Afirmó, a la vez que sus ojos brillaban grandes, destellando un brillo sagaz. Supongo que por su conocimiento en el campo del psicoanálisis, y por mi reacción se pudo dar cuenta que efectivamente lo que estaba haciendo me producía mucho placer; placer que me había hecho dejar de sentir la repulsión por la cucaracha. Hubiese querido masturbarme en ese instante, pero me contuve por pena o cuestiones morales, lo siguiente que hizo fue acercase junto a mí, sentada en la silla pidió que abriera la mano; me puso la cucaracha sobre la palma, enseguida me di cuenta que era de plástico. –Vas bien me dijo, nos vemos en un mes en la siguiente consulta, te podes quedar con la cucaracha. Éste es el primer paso para vencer tu miedo a las cucarachas, en vos, solo en vos, está la forma de vencerlo, si continuas con tus terapias el miedo estará superado totalmente. Con vos podríamos incluso probar la hipnoterapia.

 

Era el mes de agosto, cursaba el tercer año de mi carrera en Lenguas Modernas cuando conocí en un curso común a Wilder, un estudiante de Ingeniería Química. En varias ocasiones lo vi por el campus de la universidad con su pelo largo y brillante que le llegaba casi hasta la cintura dándole ello  una apariencia de chico rebelde metalero. Su rostro lampiño de facciones un tanto femeninas bien podría ser el de un modelo o un galán de telenovela; tras sus ropas oscuras se notaba que era bastante flaco, así que no tenía mucha cola, los pantalones siempre le quedaban escurridos en la parte trasera… ¡Ah! Y sus ojos cafés claros, hacían que me quedara mirándolo cada vez que nos topábamos; lo mejor de todo es que sé que yo también le gustaba pero nunca se dio la oportunidad para acercarnos un poco más, éramos un par de desconocidos.

 

 Fue solo entonces, cuando coincidimos en aquel curso e hicimos juntos un trabajo, que se dio la posibilidad de conocernos. Ese día después de clases, me invitó a la cafetería, luego todo paso muy rápido, un mes después ya éramos novios. Wilder era el hombre soñado para mí, lindo, inteligente, y aunque no me considero interesada estaba en una posición socioeconómica alta que se veía manifestada en los detalles que tenía conmigo. Mi vida ese semestre transcurrió entre mi relación con Wilder y los estudios. Durante ese tiempo no recordé las consultas con el psicoanalista o mi fobia por las cucarachas.

 

 Al cumplir tres meses de nuestro noviazgo parecía haber llegado el inevitable momento que de alguna forma se había postergado, culiar. No era porque me faltaran ganas, en varias ocasiones estuvimos a punto de hacerlo, pero en el momento decisivo me sentía algo confusa, cuando pasaba mi mano por encima del pantalón, a la altura de la verga de Wilder, no podía describir que era con exactitud lo que me ocurría. El parecía entenderme, pero sé que no lo haría por mucho tiempo. Pensaba, que tal vez mi inseguridad se debía a que solo una vez había estado con alguien, mi novio del colegio. Debido a eso aún no me sentía del todo segura de dar ese paso con Wilder, pese a que en más de una ocasión me sentía muy excitada con sus besos y en especial cuando metía su mano en mi vagina después de clases a un lado de la capilla de la universidad.

 

 Acordamos que el día de nuestro cumplemes saldríamos de clase a un bar a escuchar música, tomarnos unas cervezas, para después irnos a su casa y amarnos hasta donde la lujuria nos alcanzara en vista que sus padres se encontraban fuera de la ciudad. Admito que ese día me sentía motivada, excitada, pero no era precisamente por Wilder. En la mañana había tenido una experiencia bastante particular. Después de varios meses regresé a una cita con mi psicoanalista, no sé por qué lo hice, simplemente me sentí con la necesidad de hacerlo. De aquella cita podría decir que fue una cita húmeda, que inundo, que desbordo los cauces de mi cuca y la única damnificada era yo porque quedé con la arrechera terriblemente alborotada, a la vez que con una perturbación que no me dejaría tranquila después que ocurrieran ciertos episodios.

 

 Llegué al consultorio como habitualmente lo hacía, el viejo doctor me preguntó cómo estaba y empezó a hacerme las preguntas de rutina mientras tomaba apuntes de lo que le decía. – Hace tiempo que no venías. – He tenido muchos trabajos de la universidad. La mirada penetrante del viejo doctor se posó sobre mí, con una profundidad abismal y pasmosa. Luego, me dijo que me mirara las rodillas y al verlas noté que estaba completamente desnuda y al levantar la mirada, pude ver como el cuerpo del médico excepto su rostro se habían transformado en el de una enorme cucaracha de color negruzco. Me sentí aterrada, hasta que escuché ese acento encantador del médico que me hizo sentir reconfortada: - ¿Por qué te depilaste la vagina hoy? – Tengo una cita con Wilder, hoy cumplimos tres meses de novios. Las alas del doctor se movieron rápidamente, inclinó su cabeza hacia adelante, de la cual le salían unas largas antenas de cucaracha que atravesaban el espacio entre él y yo, pasando por encima del escritorio hasta llegar a mis tetas. Me ericé por completo. No me contuve, no podía hacerlo, de inmediato llevé mi dedo índice hasta el interior de mi vulva encharcada. – La fobia que padeces es de las más comunes entre la población. No obstante tiene varias causas, desde el punto de vista médico y otras tantas desde el punto de vista psicológico en particular, pues varían dependiendo el individuo; por lo regular están asociadas a traumas acontecidos en la infancia.  Sus antenas habían  pasado de mis tetas a mi boca. – Como mi campo es el de la psique, no te abrumaré contándote de los factores genéticos que pueden causar tu fobia u otros aún más tediosos. Juntó sus antenas en una sola, penetrándome la boca con un leve aumento de velocidad. Su bigote gris al igual que sus ojos resplandecía, mientras que podía rastrear sus movimientos en su pecho de cucaracha. Allí vino mi primer orgasmo, mi néctar vaginal pronto se vio ennegrecido del incontable número de cucarachas que salieron del interior de mi vagina. Había cucarachas de todos los tamaños; antes de caer al suelo del consultorio rozaban mis muslos estremeciéndome de nuevo, sumergiéndome en una nueva oleada de placer. El viejo médico, se inclinó aún más hacia adelante sosteniéndose con su patas espinadas sobre el escritorio. – Blattodeos. Me dijo señalando las cucarachas que ahora recorrían mi cuerpo desnudo. - En verdad las conoces muy poco. Para superar tu fobia, deberás conocerlas pero además, deberás descubrir de donde proviene tu particular pánico hacia ellas. En algún rincón de tus recuerdos esta ese primer momento en que tuviste un encuentro no muy afortunado con ellas.

 

 El medico volvió a mover sus alas rápidamente y saco su antenas de mi boca. Las cucarachas cubrían todo mi cuerpo; las yemas de mis dedos índices y corazón estimulaban mi clítoris. Un par de insectos grandes de color café más bien claro me hacían llegar a las nubes caminando por mis labios vaginales.

- Ponte de pie, ven acércate. Y pase al otro lado del escritorio con millares de cucarachas pegadas a mi cuerpo. – Sabes, ellas también tienen fobias como vos, en este caso el de ellas es la luz, no la soportan salvo algunas especies. Ves, por eso ahora buscan tu ano, tu cavidad vaginal, el interior de tu boca, de tu nariz, de tus orejas como refugio, la luz las atormenta. Tu recuperación es formidable, estas respondiendo bien al tratamiento. En ese momento  las cucarachas entraban por mi culo, sentí una sensación extraña. El audaz médico lo notó y me dijo: - ¿Cosquillas? Seguramente están moviendo sus cercos, esos apéndices en la parte inferior de su abdomen, no te harán daño, en tu ano han encontrado un buen sitio para ocultarse de la luz y comer de tu materia fecal. Al borde del llanto por el placer que me producían los bichos, me lancé al ovalado cuerpo del médico pidiéndole como una niña que me penetrara. – Pero primero recuerda. - ¿Recordar qué? Le respondí desesperada. – La primera vez que estas criaturas te causaron terror. – Mmmm no lo puedo recordar ¡Ayúdeme! Con la punta de su pata delantera acaricio de forma fugaz mi vulva. – Alguna vez me hablaste de tu abuelo. – Si, aquella vez fui a su casa cerca del mar. – Cuéntame más. – Estaba en un cuarto grande… Sacaba unos libros de una biblioteca de madera empolvada. – Vos que hacías. - Yo estaba pegada de su pierna, se veía muy grande, tomo unos libros grandes con mucho polvo del cual salieron varias cucarachas, el tomo un par de ellas… - Continúa. – Se bajó los pantalones,  se puso sobre, sobre, sobre… El pene un par de cucarachas, tomó mi mano y me dijo que tocara sus testículos grandes y descolgados. Eyaculó en mi cara, luego una cucaracha voló sobre mi cabeza, no pude contener las lágrimas, sentí pavor. - ¡Muy bien! Has recordado, te recompensaré y metió su pata espinosa hasta lo más profundo de mi cuca desgarrándola, haciéndome derramar sangre. Sin embargo, el placer que sentía era infinito… Sentí desmayarme, escuché la voz del médico llamándome por mi nombre, abrí los ojos; me encontré con los ojos del viejo, mirándome desde el otro lado del escritorio sentado en su silla, ya no como la cucaracha gigante en la que se había convertido sino como una persona común y corriente. Por mi parte, yo estaba sentada en la silla con toda mi ropa, es más, como si nada hubiese ocurrido, todo al parecer fue un sueño, pero no sabría cómo explicármelo. El caso es que salí corriendo de aquel lugar, el medico intentó detenerme, le escuché cuando me dijo que esperara, que el tratamiento no había terminado pero lo ignore, estaba confundida.

 

 Cuando llegué al apartamento no pude hacer otra cosa que meterme al baño, aún tenía la sensación de las cucarachas recorriéndome el cuerpo, del viejo médico penetrándome la boca con sus antenas, aunque en cierta medida, sentía al tiempo asco, pero más podía mi arrechera, me masturbé una y otra vez bajo la ducha, hasta que sonó el teléfono, era Wilder recordándome una vez más nuestro plan para esa noche. Me quede en el baño, desnuda pensando sentada sobre la taza, se vinieron a mi mente recuerdos de la vieja casa de mi abuelo, de aquella ocasión en que las cucharadas saltaron sobre mi cabeza. Había algo más, pero por más que me esforzaba no podía recordarlo.

 

 

Se me estaba haciendo tarde, tan sólo me pude pintar las uñas de las manos. Al llegar a la universidad llamé a Wilder, le dije que saliera de clase para que nos viéramos en la cafetería, le dije que no me sentía bien para aguantar dos horas sentada en un pupitre. Nos tomamos un café, él me preguntó qué me pasaba pero yo le contesté con evasivas. – ¿Quieres ir a la capilla? Se quedó mirándome callado por un momento.  – Si, mira para que te relajes nos fumamos una bareta buenísima que conseguí para esta noche.  Ambos sabíamos en que iba a culminar nuestra ida a la capilla. La capilla era el lugar tradicional para ir a culiar dentro del campus; era el final de semestre la universidad permanecía más solitaria, la luz del sol agonizaba, languidecía; los árboles que rodeaban el edificio sagrado dejaban su sombra sobre los muros como celestinas huellas que preparaban el lugar para acogernos. Wilder, sacó el primer bareto de un estuche para gafas en donde siempre los guardaba, lo encendió, lo aspiró pasándome luego el humo con su boca, luego yo hice lo mismo. No sé qué variedad de marihuana era pero desde el beso humeante de Wilder ya me sentía trabada, muy trabada.

 

 Wilder me besaba el cuello, me tocaba las nalgas. Recostados sobre el muro posterior de la capilla me desabrochó el jean e introdujo su mano bajo mis calzones. Sacaba el dedo de mi cuca y se lo metía a la boca, luego me besaba. Yo ardía, acaricié su entrepierna, la tenía dura, entonces, sentí esa sensación extraña ese miedo que recordaba sentir cuando era pequeña y estaba sola con mi abuelo en la biblioteca. Le bajé los pantalones de un solo tirón hasta los tobillos, en frente de mi cara tenía su verga gruesa, con una vena enorme que le palpitaba. ¡Me sentía muy mal! Mis recuerdos empezaron a ser más claros, ya no me sentía excitada, ni trabada, sudaba frío, mi corazón quería estallar; hubiese querido que estallara en ese instante, para no mirar lo que mis ojos contemplaron a pesar que la luz era escasa, aquella verga monstruosa, deforme, curvada hacia abajo como el pico de una ave, como el pico de un loro, exactamente igual a la de mi abuelo. No pude hacer otra cosa que salir corriendo.

 

 Desde el incidente en la capilla con Wilder, no nos volvimos a ver. Me encerré en mi habitación, entre en una profunda depresión, ni siquiera mis padres volvieron a saber de mí. En mi cabeza, tenía las respuestas a mis miedos más profundos pero me habían dejado impactada. Recordé las palabras de mi psicoanalista, “debes enfrentar tus miedos y solo en vos  poder superarlos”… Aquellas palabras me dieron vueltas por la cabeza hasta que tomé una decisión. Llamé a Wilder, se sorprendió. Le dije que viniera hasta mi apartamento en el transcurso de dos horas. Yo aproveché para salir a la calle, hace días que no lo hacía. Compré algunos alimentos, fui a la farmacia por alcohol, después a la papelería por nailon. Regresé al apartamento, tan apenas lo hice, tocaron a la puerta, como lo supuse era Wilder, al verme se lanzó a mis brazos como un desesperado. Se sentó en mi regazo, mojó con sus lágrimas mi vientre. En todo ese tiempo, no nos dijimos ni una sola palabra. Acaricié su largo cabello e interrumpí aquel momento para irme por una par de bebidas gaseosas. Lo vi muy alterado, el pobrecito temblaba. Llevé las gaseosas hasta la sala donde continuaba derrumbado sobre el asiento, le di la gaseosa, además de unas pastillas para calmar que me habían recetado para relajarme. Nos fuimos a la cama, Wilder pronto se durmió abrazándome.

 

 Las pastillas tenían un efecto somnífero, el estado en que llegó Wilder a mi apartamento me facilitó dárselas. Ahora solo restaba esperar que se despertara; ya lo tenía amarrado de pies y manos sobre la cama, sus labios sellados con cinta intentaban decirme algo que no me di a la tarea de entender. Me miró con cara de asombro, intento liberarse de las ataduras, pero le fue imposible, me había asegurado muy bien que no pudiera hacerlo. Tomé unas tijeras de la mesa de noche para cortar su fea camiseta negra con una ilustración de un pasillo lleno de cuartos al estilo manicomio, de donde salían por pequeñas ventanas lenguas viperinas; exactamente por donde decía “penetralia” en la parte inferior de la camiseta en una letra de estilo cursivo; corte hasta el cuello. Su pecho lampiño quedó desnudo para recibir mis besos. Metí la lengua entre sus protuberantes costillas, bajando cada vez más hasta sus genitales. Wilder empezó a mover el cuello desperadamente, para sacudirse de la tijera que le estaba rozando por el cuello. Baje hasta sus genitales, aun sin quitarle el pantalón; puse no menos que con miedo y repugnancia mi boca sobre su verga que pese a todo estaba dura. De nuevo mi corazón se aceleró, gotas pesadas de sudor descendían sobre mi frente; recordé las palabras de mi psicoanalista (“debes enfrentar tus miedos y solo en vos  poder superarlos”) antes de sumergirme en los recuerdos que me llevaban a mi época de infancia, a la habitación de mi abuelo, donde me restregó por la cara su verga pico de loro, gruesa, venosa, con un glande descomunalmente enorme, palpitante y monstruoso. Tomó las dos cucarachas las puso sobre esa cosa a la que no se le puede llamar, ni pene, ni verga, ni chimbo, e hizo que le lamiera los güevas para eyacular sobre mi cara a la que paso seguido golpeo con su asquerosidad de cosa. Eso fue lo que recordé en la capilla aquel día estando con Wilder, lo que me mantuvo atormentada durante meses pero lo que estaba dispuesta a enfrentar.

 

 Bajé los pantalones de Wilder temblando. Allí estaba esa cosa, tal como la de mi abuelo. Me levante de la cama, fui hasta la sala donde había dejado parte de las compras que había hecho, Wilder gemía. Me subí de nuevo sobre él y de una pequeña bolsa de plástico saque el rollo de nailon. Lo desenrollé, luego con mis temblorosas manos enrollé el nailon sobre la base de esa cosa, cerré los ojos. Me metí el glande rojo, baboso, el cual aprisione con mis labios, podía sentir el palpitar, como si quisiera  ancharme la boca. De todas formas seguí mamando, en mi mente mi abuelo, el psicoanalista, las cucarachas, aquel momento con el mismo Wilder en la capilla, venían como ráfagas, excitándome, lubricándome para el siguiente acto, vencer de una vez por todas mi miedo a la monstruosa verga en forma de pico de loro, así que lo hice, me metí toda esa cosa en la boca, la enorme vena que irrigaba sangre hasta el inmundo glande se mojaba con mi saliva y luego con el vómito que le dejé. Con la cosa en la boca, apreté el nailon en medio de los quejidos de Wilder, que lloraba apretando las sábanas con sus manos. Tiré con todas mis fuerzas el nailon hasta que en un corte casi perfecto se desprendió la verga del cuerpo de mi Wilder. Inmediatamente corrí hasta la cocina mientras lo dejé sobre la cama desangrándose. Busqué un frasco que llené con alcohol en el cual introduje la gran cosa gruesa que poco a poco se sumergió hasta el fondo del cristalino recipiente, hundiéndose con ella mi miedo a la monstruosidad y emergiendo en mi un inagotable placer por las vergas con curvaturas hacia abajo, por las vergas con pico de loro.