Cuatro Plomazos

 

Vi que le disparó un niñito, como de dieciséis años, tal vez menos. Le puso cuatro tiros en la cara, como si se tratara de un vídeo juego. Cuatro tiros, que, extrañamente se escuchaban como campanas celestiales, como música del Maestro Luis Ángel. Ello me causó mucha extrañeza, cuando era niño le temía a los truenos y debo confesar que aún hoy me ponen nervioso.

 

 

El chino, salió corriendo. Llevaba el arma en el bolsillo pero al correr tenía que sostenerla con la mano pues con la pantaloneta que llevaba puesta le era imposible fijarse bien el arma en el cinto, finalmente, se subió a una bicicleta que la sostenía otro muchacho, su cómplice. Corrí hacia donde había caído el hombre por qué; ¿Por humanidad, quizás? ¿Pero, por cual humanidad? Recordé entonces, a un profesor del instituto técnico que siempre escribía en el tablero: “Homo homini lupus”, con aquella sentencia empezaba todas las clases de ética. El cuadro era bastante desagradable, tal vez cierta inclinación a lo malvado o desagradable al común y puerco morbo fue lo que en verdad hizo moverme.

 

 

Sentía a pesar de todo, el deseo de no mirarlo, era algo asqueroso pero como ya lo mencioné tenía el joven tirado en el piso un atractivo especial, nunca había contemplado la muerte así: tan intempestiva, tan violenta, tan infame. En el piso, el tipo bañado en un río de sangre negruzca el cual estiraba pequeños brazos para humedecer la rila seca de perro calentada al sol. Le miré a la cara privado por una extraña sensación de asombro, como si hiciera parte de un gran descubrimiento de esos que han transformado el modo de vivir de la gente. Una bala le entró en el ojo izquierdo, las otras bajo cada ojo y la otra no sabría en dónde. El ojo derecho que aún se conservaba en su cavidad, brillaba inusualmente oscuro,en el otro donde la bala había hecho su recorrido parecía haber explotado el ojo, tan solo se veía una masa amorfa blanca, el glóbulo ocular desparramado; la mandíbula desencajada afeaba aún más lo que quedaba del rostro; los dientes superiores se asemejaban a un abanico por fuera de la boca, dejando ver así, la sonrisa más inmunda que haya visto. Pero entre todo lo que mayor impresión me causaba, era como el cráneo atravesó la piel cerca a la nariz, las astillas de hueso parecían una frágil cascara de huevo. Tal vez por esa razón la piel se me puso de gallina. Introduje mi mano en el bolsillo del overol, saqué el celular para tomarle una foto en forma de ráfaga y así tener más de una instantánea; intenté rodearlo para tomar la foto desde otra perspectiva, pero se empezó a llenar de muchachos tan jóvenes como el que yacía ahí sobre el andén, todos portando armas en la cintura. Me pareció conveniente guardar el celular. Enseguida, uno de ellos levantó e intentó echarse en el hombro a quien parecía ser su compañero. Mecánicamente, casi por instinto, le ayudé al muchacho con el cuerpo que era más bien un bulto rojo, nos abrimos pasó entre los curiosos y lo subimos a un taxi.

 

 

En la cama daba vueltas y vueltas, no podía dormir, la imagen del rostro abaleado no salía de mi cabeza, tan apenas parecía el sueño atraparme, sentía que estaba otra vez allí oliendo el fétido olor de la sangre,  los huesos craneanos rotos como cascara de huevo atravesando la piel; sentía horror. Cuando parecía que al fin había podido descansar, me vi caminando detrás de quien parecía ser el joven asesinado, pero estaba vivo, yo iba tras él, saqué un arma, contuve el aliento por un instante y le disparé en la cara cuatro veces; la alarma del despertador sonó, desperté preso de una profunda excitación, tembloroso y con el miembro templándome los pantaloncillos.

 

Llegué media hora tarde al trabajo, de inmediato el supervisor de la obra me llamó la atención, no le contesté nada, pero en mi mente solo pensaba en agarrar al ingenierito a trompadas. Me cambié de ropa, me vestí con overol. Pasaba la máquina para aplanar el asfalto cuando uno de los compañeros me hizo señas a lo lejos, parecía que me iba a mostrar algo, en efecto, se trataba del periódico en donde salió el asesinado del día anterior, aparecía la foto del rostro en la portada (al parecer yo no fui el único que lo fotografió) con el titular: Cuatro plomazos en la cara de Cara Dura. Según la información del sangriento diario, el joven a quien yo había visto morir era el promisorio líder de una banda de sicarios, apodado “Cara dura”, su asesinato se debió a un “pequeño ajuste de cuentas”. Al observar la foto de nuevo, todo en mi cabeza volvió a surgir, desde que escuché los cuatro tiros hasta que contemplé los huesos como cáscara de huevo. Aquel recuerdo me mareó, perdí la estabilidad, fui atendido por mis compañeros, vino un médico me vió y dijo que necesitaba reposo al menos por lo que quedaba de día.

 

 

Así que me fui para la casa, necesitaba relajarme, abrí el refrigerador y acabé con todas las cervezas. No podía estar tranquilo, una y otra vez tenía aquella maldita imagen que cada vez me ponía peor, temblaba, sudaba en abundancia, físicamente me sentía cada vez peor. Decidí ir al médico pero antes de hacerlo fui al baño, dado que las cervezas ya habían hecho efecto. Mientras orinaba sonó el celular, lo saqué del bolsillo, en la pantalla estaba la foto de aquel muchacho. No me había atrevido a volver a mirar aquellas fotos y sin explicación alguna, una de ellas se encontraba de fondo de pantalla del celular. Cerré los ojos y guardé el celular, no contesté. Aún sin terminar de orinar noté como mi pene se iba poniendo erecto disparando líquido en todas las direcciones. Desistí de ir al médico.

 

 

Ahora era la cabeza la que me pesaba ¡No podía más! Saqué un poco de marihuana armé un bareto y le rocié bazuco, un “maduro” calmaría mi desesperación, al menos eso pensé; pero los dientes por fuera de la boca como abanico continuaban metidos en mi cabeza incluso el olor a sangre. Un pensamiento empezó a ocupar mi mente desplazando en parte algo de las imágenes del acribillado. Noté que mi pene aún continuaba firme, en una mano tomé el celular, en la otra mi pene. Empecé a mirar las cuatro fotos y a jalármela una y otra vez. Por alguna razón sentía alivio haciendo eso, recordé el sonido celestial de los cuatro disparos y eyaculé de forma explosiva. Sentí culpa, la desesperación entonces empezó a surgir otra vez hasta que se hizo insoportable, busqué por toda la casa el revólver que había comprado hace unos años, para defenderme porque en ese entonces trabajaba en un barrio lleno de maleantes. Después de mucho buscar, recordé que estaba bajo una mesa de madera en la cocina pegado bajo ésta con cinta negra. Lo despegué, revise que estuviera cargado, le quedaban cuatro balas, las otras dos las había gastado practicando. Tenía que ponerle fin a todo, no podía sacarme aquella criatura chorreando sangre sobre un andén convertida en el más asqueroso desastre. Apunté a mi cabeza, jalé el gatillo ¡Zas! Lo intente de nuevo la mano me temblaba pero me llené de valor ¡Zas! Desistí en lo que llamaría un ataque de afortunada cobardía.

 

 

Al siguiente día más calmado me presenté en el trabajo, el supervisor aceptó que trabajara pero no si antes lanzarme uno de sus comentarios, según él yo me había hecho el enfermo y no pensaba aguantar mucho mi flojera. Esta vez no pude disimular mi disgusto, estoy seguro que se dio cuenta del odio con el que lo miraba, pues esquivó mi mirada y pidió que saliera de su oficina. Me dirigí a la vía en donde el trabajo estaba duro como de costumbre, al ingresar a la obra sentí de nuevo como me empezó a temblar el cuerpo, las gotas de sudor escurrían pesadas por mi rostro. Jamás había sido un flojo, pero eran esas imágenes de muerte que me ponían mal. Quise abandonar el trabajo inmediatamente pero necesitaba el dinero para enviárselo a mi pequeña hija. La madre me tenía demandado por alimentos. Cuando creí que nada podía ser peor, vino Jamilson a decirme que me había estado llamando porque necesitaba el dinero que me había prestado hace cuatro meses. El muy malparido empezó a insultarme y amenazarme, no me contuve tomé una pala y se la puse en la cara dejándole más hinchada la bemba de lo que normalmente la tiene. Vinieron los demás compañeros luego el supervisor, fui echado como un perro. Sentí mucha ira pero también satisfacción por haberle roto la cara ese miserable.

El sudor no se detenía, mi cuerpo seguía temblando como una gelatina; reflexioné acerca de lo que había pasado en el trabajo, me pareció olvidar que mientras golpeaba a Jamilson en ese momento la recurrente imagen de la cara hecha añicos de aquel desgraciado, sentí una erección. Pensar me confundía más, luego afloró en mi un intenso sentimiento de ira en contra de Jamilson y el supervisor, los quise ver como el muchacho de los cuatro balazos, eso se merecían…

 

 

No pude dormir un solo instante pensando, había tomado una decisión, me quedaban cuatro balas en el revólver y las iba poner en la cabeza de Jamilson y el supervisor. Miré la hora en el celular eran las 4 : 00 am, habían llamadas y mensajes de mi ex mujer, en los mensajes decía que necesitaba que me quedara con la niña que tenía que hacerse unos exámenes, que a las 5: 00 am, pasaba a dejármela. Aproveché y mire las cuatro fotos de aquel monstruoso rostro, me masturbé mirándolas. A las 5: 00 am. Tocó mi ex mujer a la puerta, llevaba prisa a penas y me saludó me dejó a la niña y una maleta con el tetero. ¡Maldita sea! ¡Justo ahora! Ni siquiera me dio tiempo a decirle que no podía quedarme con la niña ¿Qué iba a hacer? La niña empezó a llorar, tenía hambre. Torpemente preparé el tetero con mi mano temblorosa se lo puse en la boca y se quedó dormida como un angelito, hace una semana había empezado a dar sus primeros pasos… El sueño de la bebé me podría dar tiempo de ir a arreglar cuentas, me quedé mirándola, dormía con el pulgar en la boca. Olvide en ese momento mi odio contra el supervisor y Jamilson, estaba calmado aunque no había desistido de mi propósito: Matar a ese par de hijueputas.

 

Tomé el revólver de una caja donde guardaba periódicos lo puse en mi cintura. Al estar casi en la puerta para salir me devolví a mirar a mi bebé una vez más, seguía dormidita. Súbitamente los dientes bailando como abanico, el olor a sangre, el hueso craneano astillado como cáscara de huevo, me golpearon, me marearon, temblaba frenéticamente, la bebé se despertó y se puso a llorar. No podía más, saqué el arma y disparé… Los cuatro estruendos tenían ese sonido de campanadas celestiales, la sangre chispoteó todo, las paredes, mi cara también, del pequeño cráneo pequeñas astillas de hueso fueron humedecidas por una masa blanca, los ojos habían escapado de sus cavidades y de la pequeña nariz rota emanaba un líquido rojizo y brillante. El temblor en mi cuerpo cesó al igual que el molesto sudor, como si estuviera extasiado al contemplar semejante espectáculo agaché la cabeza, note en mi pantalón una gran mancha que bajaba desde mi entrepierna hasta la rodilla, había eyaculado.

 

 

Násuea Dvida