Cuando Isidoro Campaz se quedó cojo.

 

Caía la noche. La llovía mojaba con parsimonia el valle, en ese mismo instante arreciaba con furia sobre las montañas, en medio de truenos y relámpagos.

Atravesaban el parque dos vagabundos, sostenían una conversación acerca del papel desempeñado por la aristocracia griega en el estilo tomado por la pornografía en los tiempos de Pericles. Al pasar por enfrente de la estatua de Simón Bolívar, uno de los vagabundos (el más viejo) apunto con la boca hacía el monumento:

-          Pillale ese paradito, se cree muy emperador romano, muy Napoleón y no es más que un caraqueño con espíritu de galán de telenovela, un Cara Sucia, un Topacio.

-          ¡Jajajaja! Creo que el Mariscal Sucre se lo echaba en la cara, detallá ese cutis tan bello y lozano.

-          Seguramente.

Pronto estuvieron en la urbanización los Pedregales, un barrio nuevo, pero acostumbrado a figurar en las crónicas de la prensa roja, por los múltiples asesinos cometidos en sus calles, era el lugar una olla a presión, explotando una y otra vez, solo que esta no dejaba un reguero de frijoles de viernes contra la pared, en su lugar dejaba el pavimento de las calles llenos de sangre, piel y entrañas. El vagabundo más viejo se quedó mirando el barrio sintiéndose conmovido, tomó un aspecto similar a la Virgen María en la escultura de piedad del Vaticano, contemplando a Cristo muerto en su regazo, eternamente joven y bello. El más joven frunció la nariz y dirigiéndose a su compañero dijo:

-          Huele a tolerancia.

-          Ya sabía que algo apestaba pero no sabía que era.

-          El olor que hiede a tolerancia en este barrio, es especialmente putrefacto, dañino, se te queda en la nariz, va a tus pulmones pesadamente, exponerse mucho tiempo a ese olor puede afectar de seguro la sinapsis de tus neuronas y provocarte quién sabe que grave enfermedad.

La lluvia cesó por completo. La noche llegó cubrió con su oscuridad apenas dejaba distinguir las sombrías siluetas de los árboles que en sus ramas hospedaban los negros chamos entonando sus cantos de apareo aviar.

Después de transitar un camino destapado que pasaba por en medio de dos cañales, llegaron a las vías férreas, dejando atrás el pueblo con sus luces anémicas propias de un galpón. Se escucharon los ladridos de un perro que estaba justo en el camino del par de vagabundos, a pesar que no era muy grande ladraba con vehemencia, un humo espeso sofocaba el aire. El pulgoso, custodiaba un campamento de unos tipos que cortaban árboles y extraían carbón tras quemar la madera apilada en pequeñas montañas; en ese momento uno de estos hombres estaba con granos de arroz en su lengua deleitaba a su amante con un intenso cunnilinguis, él fue quién espanto al perro para que el par de vagabundos pudiesen pasar.

-         

-          ¿Qué?

-          Viste la acción.

-          Sí, creo que hemos hecho esta noche a un hombre muy desgraciado, interrumpir el coito…

-          Supongo que el tipo estaba pagando algún karma y nosotros fuimos herramientas del universo vengador.

-          JAJAJAJAJAJAJA. Rieron al unísono.

Se detuvieron frente al lago:

-          Que bien huele aquí, nada que ver con el pueblo que desde la entrada deja sentir la pesadez de su hedor, es como una axila gigante, sudorosa.

-          Si es cierto. – Asintió el otro, arrojando una piedra al lago y continuó:

-          A mí lo que más me fastidia del pueblo es el ruido, de las motos, de los vendedores ambulantes, de las radios, los televisores, de los pasos de los obreros apurados por llegar a su puesto de trabajo, de los chismorreos de las señoras; todo ese termina formando una cacofonía cotidiana que termina convirtiéndote en un insensible te anula los sentidos, hasta que no puedes percibirte ni a ti mismo.

-          ¡Y nosotros parasitamos eso!

-          Así es.

Uno se quedó sentado sobre el riel, el compañero se puso de pie y empezó a cantar una vieja canción italiana a todo pulmón, su voz era la de un tenor ligero y aunque carecía de masculinidad, era potente y medianamente trabajada bajo la técnica de la neurocronasia, la misma de cantantes como Alfredo (*), cuando llegó al coro de la canción, la voz del vagabundo se tornó completamente femenina. Al terminar la canción, continuó con otra, esta vez bajo mucho más la voz, se podía escuchar como hacía dueto con el croar de las ranas toro.

-          Pillá, alguien salió de la finca, viene para acá.


Efectivamente una moto se acercaba a ellos bordeando el lago entre la maleza. Después el ladrido de un perro grande retumbó, una luz se puso sobre los vagabundo y enseguida una voz:


-          ¡Suelten a la mujer desgraciados!

-          ¡¿Cuál mujer hombe, gonorrea?!


Tronaron disparos, sigilosamente los vagabundos se movieron en dirección del cañal, tras las señas que uno hizo al otro indicando la huida.

Se internaron en el cañal, cosa infructuosa, pues el hombre en la moto los alcanzó. Los rebasó y se puso en frente de ellos, alumbrándoles con una linterna se dirigió a ellos:

-          Así que están de violadores por acá.


Estiró la mano y disparó sobre el vagabundo más joven justo en el pecho, una herida letal, el otro sacó una navaja con la mano temblorosa del interior de su bolsillo, dio un paso y luego un brinco, la luz lo cegaba, alcanzó a hundir la navaja de la rodilla de aquel hombre haciéndolo precipitar a la tierra con la moto encima, se defendió, disparándole en el ojo al vagabundo, la bala cruzo limpia cráneo, bañando de sangre al hombre de la moto quién no era otro que Isidoro Campaz, el vigilante. Antes de trabajar para los dueños de la hacienda, había estado en el ejército, cortó caña para uno de los ingenios y vistió por un largo tiempo el camuflado de una autodefensa.


La llovizna apareció nuevamente, los relámpagos daban luz a la oscura madrugada, al cuerpo de Isidoro Campaz sobre el cadáver de uno de los vagabundos, quién con esfuerzo llevó a la orilla del lago. Los zancudos picaban, ello no era molestia, hundía su pene en el orificio que dejó la bala en el cráneo del vagabundo, susurró repetidamente como un mantra:


-           Así que estás de violador por acá, así que estás de violador por acá…


Se detuvo cuando el semen empezó a gotear.


El sol lentamente desplegó sus rayos desde atrás de la cordillera, como estirando los brazos y bostezando; las garzas vuelan sobre el guadual, se funden con el horizonte diáfanamente azul. Sobre el lago flotaba un pantalón que desplazado por la corriente se dirigía a la orilla opuesta del lago asustando a una garza que pescaba su desayuno.

 

 Náusea Dvida